sábado, 29 de mayo de 2010

En paz con Dios

“Justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.” (Rm 5, 1)

Estamos en paz con Dios no sólo porque Jesucristo, nuestro Señor, está mediando entre Dios y nosotros, ni sólo porque creemos en el amor de Dios y de Jesucristo, ni sólo porque tenemos fe en el perdón de Dios.
La experiencia de la paz con Dios es un don y una aceptación. Don de Dios, sin duda. Aceptación humana, sin duda, no sólo de la paz, sino de lo que consiguió la paz, que es la muerte del Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo el Señor. Aceptación de la vida nueva que nos dio, al derramar su Espíritu sobre nosotros. Aceptación de la nueva capacidad humana, por haber sido hechos nuevas creaturas, de llevar una vida santa; capacidad dada por el Espíritu que nos transforma interiormente, que nos renueva, que nos impulsa según el querer de Dios, capacidad de amar de modo nuevo a nosotros mismos, a los hermanos y a Dios.
La vida nueva del hombre es pura gracia. Aceptarla en fe nos hace justos, porque al aceptarla en fe nos adherimos a Dios que quiere obrar en nosotros y lo dejamos obrar. Por eso, la fe verdadera se vuelve obediencia, y la obediencia acata toda la ley de Dios que indica la forma de vivir de sus hijos.

lunes, 10 de mayo de 2010

Ascensión y alabanza

"Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios." (Lc 24, 50-53) 
 
El camino de Jerusalén a Betania es corto, y el paseo debe haber sido bien apacible con la presencia de Jesús infundiéndoles tanta paz y tanta seguridad...
Y el Señor levanta sus brazos, extiende las manos sobre ellos y los bendice, luego es separado de ellos y llevado al cielo.
Pero a ellos les queda la alegría y el gozo que los lleva a ir al templo a alabar.

Ese gesto de Jesús se prolonga siempre, somos siempre bendecidos. El permanecer en el gozo es nuestro, es fruto de permanecer en la alabanza en el templo, con los hermanos.
Si la alabanza se corta es porque se corta nuestra memoria de sus bendiciones. Y aunque la vida a veces es dura y nos golpea fuerte, los beneficios que Dios siempre ha hecho y hace por nosotros son motivo suficiente para alabar sin cesar.

Cuando la tristeza nos ha arrebatado la alabanza, alabar a pesar de estar tristes devuelve la alegría.

El Señor se fue de nuestras manos, pero no se alejó.
Se separó porque su condición ahora es la de estar junto al Padre en su gloria, pero su gloria queda entre nosotros en la asamblea que celebra su presencia sacramental, en la Iglesia que vive la caridad con una fortaleza madura y constante, la que acompaña al hombre para ayudarlo a ser libre y a vivir dignamente como ser humano y feliz como hijo de Dios responsable y adulto en la fe. 
El Señor fue llevado al cielo, pero no interrumpió su comunión con nosotros.
Fue a la presencia del Padre, pero para interceder por nosotros.
Vendrá de la misma manera que lo han visto partir, suavemente, pero en su gloria, en la paz para los que creen y lo esperan, porque Él dijo "No se inquieten ni teman".
No cabe quedarnos mirando al cielo...
Hay que buscar al hombre y hacer nuestra misión.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Templo

"No vi ningún templo en la Ciudad, porque su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Y la Ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero." (Apoc 21, 22-23)

Mientras no estemos en esa Ciudad, la Jerusalén celestial, necesitaremos templos. No porque Dios necesite templo para estar, sino porque nosotros necesitamos signos para comprender y vivenciar lo que nuestra pequeña mente no alcanza a captar.
Dios siempre ha sido un gran pedagogo, un gran maestro, un gran educador de los hombres, de su pueblo, de los que invitó a ser hijos. Y para dar a conocer su amor paternal y maternal dio al hombre la familia, el ser familia, el necesitar de la familia que lo acoja y lo reciba y lo acompañe a crecer en todos los órdenes.
La familia necesita su casa. Una casa sin familia está vacía. La casa con familia se vuelve hogar. El templo es la casa de la familia creyente que se congrega, que se reúne, junto a la Santísima Trinidad, Padre de todos. Mientras peregrinamos en esta tierra, en nuestro tiempo antes de la venida gloriosa de Jesús, el templo nos es una referencia fuerte, un lugar donde Dios se da significativamente, donde el creyente se sabe acogido de un modo especial, en un ámbito especial, no por el lugar en sí, sino por la significación de ese lugar.
Nadie niega que Dios está en todas partes, pero así como la familia tiene su lugar propio, su ámbito de contención, de libertad sin invasores, como es su hogar, la familia creyente tiene en el templo su lugar donde Dios, libremente, sin invasiones que confundan, da su gracia y su contención al que viene a su encuentro.
El problema que tienen los que quieren negar la necesidad del templo es que les resulta difícil aceptar la gente que se reúne en el templo. Hay que madurar para aceptar la familia tal como es.
Cuando estemos en la Ciudad, la Jerusalén celeste, estaremos envueltos por el mismo Dios y nuestra relación con Él no será con mediaciones, con signos, porque lo veremos tal cual es, y por eso no necesitaremos de ninguna otra lámpara, de ningún templo.
Llévenos el Señor a su encuentro, y desde ahora sepamos aprovechar nosotros su presencia en los signos y lugares privilegiados por su pueblo.